El otro día me invitaron a un evento de esos
que solo falta la Preisler con el camarero detrás, ofreciendo canapés en una bandeja.
Era la típica gala con suelo de mármol e invitados uniformados de medallas y
galones, que les destacan de entre los demás mortales. También había algún que otro turbante y mucho vestido regional de un país lejano, muy lejano, que visité
hace un par de años. El caso es que esta era la segunda ocasión que asistía a dicha
fiesta, así que con lo que voy a relatar aquí dejo constancia de que no tengo
perdón, y que soy bastante más retromonguer
de lo que yo pensaba.
Salir de trabajar a las 17:00 y personarse en pleno
centro de Madrid a las 19:30, pasando por la ducha, el lavado de cabeza, la vestimenta, el maquillaje, el peinado, las medias rotas, cambiarlas por otras, ponerse los tacones,
no olvidarse el foulard, la chaquetilla, el mini bolso, el mini monedero, el mini
paraguas (porque el tío Murphy quiere poner su granito de arena, cómo no...), el abrigo y aparcar
lo más cerca posible de la boca del Metro para poder llegar a tiempo, debería
considerarse deporte de riesgo.
Podría haber elegido la “opción princesita”, que era aceptar la propuesta de mi
chico: «Si quieres, te llevo y te recojo luego, en coche», pero no, yo, que soy
orgullosa y antes-muerta-que-dependiente, le contesto que no, que como es línea
directa y no voy a caminar apenas, dejo el coche en el Metro y voy hasta allí a
pie.